martes, 27 de octubre de 2015

Y alzó el vuelo

De repente Catherín notó como el cascarón del huevo se empezó a romper. Con suma delicadeza preparó sus ojos cristalinos para ver como su primer hijo llegaba al mundo. Un polluelo de ojos claros con las alas completamente azules comenzó a asomarse lanzando un pequeño sonido. Sus padres se abrazaron con las alas mutuamente mientras buscaban algo con lo que alimentar al benjanmín. Lo cuidaron y lo amaron como su hijo primogénito, el que primero nació, el primero que les dió la vida. 

Todos los días le llevaban la comida, le enseñaron a la volar, a la vez que al resto de sus hermanos. Lo cuidaban cuando enfermaba y les protegían de la terrible raza humana. Lo enseñaron a ser bueno y generoso con las personas que lo necesitaban, lo enseñaron a decidir por si mismo y a respetar las opiniones del resto de aves del cielo. A huir del temido Halcón, a escuchar las enseñanzas del Gran Búho.

Conforme fue creciendo, pasaban las primaveras con su sol abrasador y el pequeño pájaro azul de alas doradas hacía un nuevo nido con la ayuda de sus padres para disfrutar del verano. 

Iba cogiendo más fuerza cada año, iba desgastando las alas conforme los pasaban las primaveras, pero nunca llegó a perder su brillo azul. 

Un día, desobedeciendo a sus padres, se acercó a una casa humana que había cerca de su nuevo hogar. Cuando se paró a beber agua de la fuente encontró a una pajarita de alas anaranjadas que le invitó a surcar con delicadeza todo el cielo entrelazando su vuelo. Dejaban bonitos dibujos por el aire, dejaban portodas partes el aroma del amor que desprendían.

Todos los pájaros de la zona los envidiaban y miraban con recelos, querían encontrar a ese acompañante para toda la vida. Aquel con el que poder ser tu mismo, aquel que te enseñe que hay más allá de tu nido.

Pero entonces comenzaron a hacerse más largas las noches y más fríos los días,  las bandadas notaban que llegaba el momento de levantar el vuelo en busca de un nuevo lugar donde vivir.

No quería que su amor abandonara a su familia, todos bellos y esbeltos de corazón noble y que pedían a gritos un crima extremadamente sureño, no quería dejar a sus padres él tampoco. Padres que lo miraban con miedo a pederle, a no haberle enseñado demasiado, a no volver a verlo con vida; cosa que él no entendía. 

Al final, decidieron lo que era más justo, emprenderían su vuelo por separado, iniciando una nueva vida en común.Volarían hacia el caribe y al año siguiente volverían a encontrar a su familia. La despedida fue la parte más dura, sus hermanos más pequeños no querían abandonar el nido que casi nueve meses les había acompañado. Sus padres soltaban lágrimas y estaban exageradamente emocionados. Temían que llegara ese momento, pero él no entendía que estaba sucediendo.

Poco a poco comenzaron a volar, haciendo paradas en algunos sitios seguros, las cubiertas de los barcos transatlánticos por la noche, los vuelos interminables durante el día. Querían lograr una nueva especie, esa que mezclara el brillo azul con el color amanecer del ala naranja. Ese día llegó y juntos lograron tener su propia bandada, la sangre de su sangre. La pequeña pajarita nacida del huevo de su madre a penas sabía volar. Iba a todos lados subida en el lomo de su padre. Sus alas se tercían de un color morado bronce, brillaban en la noche y animaban el cielo durante el día. 

Ellos la alimentaban y en verano, la acompañaban a conocer a sus abuelos. Los meses en el nido con el resto de sus hermanos fueron los más divertidos, aún así ella siempre fue la preferida de su padre.

- Siempre mi pequeña ave - Susurraba el anciano pájarito azul cuando la comenzó a ver volar. No quería que llegara el día, siempre mandaba a sus hermanos para estar con ella, no la dejaba salir a volar sola. La anciana pájara de alas naranjas no entendía lo que le sucedía.

- Déjala, ha de ser libre, ha de enamorarse, ha de sentir como el viento azota sus alas mientras roza las de su compañero de vida - Él seguía sin contestarle. Al enfadarse alzaba el vuelo y se iba lejos un par de horas, pero siempre regresaba al nido para dormir, siempre al lado de sus dos amadas mujeres y sus jóvenes poyuelos.

Llegó el día que todos esperaban por fuerza, una gran bandadas de pájaros amarillos se posó en la encina de al lado al llegar el verano. Sus ojos se cruzaron y sintieron ese chispazo. No había quien los separará desde entonces.

El corazón del pájaro azul sintió romperse por minutos. Las dudas y la incertidumbre del qué pasará, la manera intransigente de culparse a sí mismo por no haberle enseñado todo lo posible, el miedo y el temor de no volver a verla otra vez. Pero al ver como su pico sonreía con ternura, recordó aquel verano cuando vió su reflejo en la fuente y el ala naranja alumbrada con la luz del sol. Se sintió como sus padres aquel día que llegó la despedida que pensaban que sería final.  Se recompuso con fuerza y la dejó se feliz, ser libre, ser ella misma; y entonces fue cuando ella de verdad alzó el vuelo por primera vez.

domingo, 4 de octubre de 2015

Llegó el otoño a Madrid

Paseando por el parque del Retiro, se puede observar como las hojas de los árboles van cayendo suavemente. Miles de parejas se besan y quieren en este parque que tantas historias ha visto. Familias enteras pasan sus días de vacaciones jugando con los pequeños animales que allí habitan, niños pequeños juegan en sus columpios y hacen pequeñas casas con los palos de madera,...

Recuerdo en especial a aquella niña que subía a los árboles con ayuda de su abuelo. Su primo se posaba en la parte de abajo, entre las raíces que afloraban por la tierra, y juntos se hacían fotos que después podían colgar en su habitación. Ni excesivo frío, ni demasiado calor, tampoco estaba la alergia que la primavera producía. Era el tiempo perfecto.

Compraban alimento para darle a las ardillas. Los niños se hacían los valientes esperando a que se les acercarsen, pero justo cuando iba a coger el cacahuete de su mano salían corriendo a esconderse tras sus padres para que no les mordieran.

Helen, a partir de ahí, venía cada año. Ya no la acompañaban sus dos graciosas coletas y su chaqueta con llamas cosidas en los bolsillos. Ahora tenía el pelo alisado y un gorro de lana que le cubría media cara.

Yo la vi crecer, vi como se tomaba ese chocolate con churros con su familia dando un paseo por la Castellana, como jugaba con los patitos que andaban sueltos por alguno de los parques, como se tiraba en el césped  mientras la madre le decía que dejara de barrer el suelo.

Ahora en cambio, esperaba a su amado con vehemencia, siempre sentada en el mismo banco. Él llegaba con un paquete de castañas para compartir. Al final, siempre las acababa pelando mientras ella se las comía todas. Tendría que tener ya cerca de 25 años.

Uno de los días, le dijo que estaba cansado, que terminará de pelarlas ella. Helen puso cara de caprichosa, pero después de ronronear un poco se decidió a meter la mano en el cartucho.

Entonces él se arrodilló en el suelo, y ella sacó el anillo de oro con el que siempre había soñado adornar su mano.
"¿quieres casarte conmigo?" una pregunta que hizo que sus ojos se llenasen de chispa momentanea para que su boca espresase un sí gigante seguido de una gran sonrisa.

Al año siguiente estaban allí con un fotógrafo profesional. Helen vestía de blanco, el traje tenía un ajustado corpiño y unas mangas largas hechas de encaje. La falda era blanca y lisa, con una fina capa de tul que la hacía brillar más que de costumbre. Vestido con traje al estilo pingüíno, su futuro esposo la cogía de la cintura. Todos los familiares que de pequeña cuidaban de ella acompañaban a la pareja en esta semana tan llena de emociones.

Fueron pasando los años, y un día Helen apareció con un pequeño carrito, en él una pequeña niña de unos 3 meses dormía placidamente con un lacito rosa en la cabeza. Su marido llevaba de nuevo un paquete de castañas, se notaba que estaban felices.

Cuando la niña cumplió tres años, toda la familia fue a celebrarlo haciendo un pequeño almuerzo en el césped. Era curioso ver a Helen regañándola por rodar por él, mientras la abuela de la pequeña reía recordando como era ella la que lo hacía años atrás. Después de la tarta de chocolate, la pequeña volvió a subir al árbol donde años antes su madre estaba. Él primo de Helen, ya no esperaba desde abajo, sino que era quién la sujetaba.

Los años fueron pasando, y la pequeña niña del lazo rosa fue creciendo. Un día apareció con su amor secreto sentada en aquel banco. Yo notaba como la historia se iba repitiendo.

Helen poco a poco dejó de venir. Los últimos años se la veía mayor y cansada, siempre cuidando de su pequeño nieto y comprándole paquetes de gusanitos. La última vez que la ví, se acercó por fin a una de las pocas ardillas que quedaban, y esta vez fue capáz de acariciarla. Su hija había cumplido ya 50 años, y todos lo celebraban gritando.

Cada año yo vuelvo al mismo sitio y hago caer todas las hojas de los árboles. Las parejas siguen yendo y viniendo, y yo avecino un frio invierno. Helen ya nunca volverá, pero en el retiro su recuerdo quedará.