domingo, 3 de enero de 2016

En el cajón de la mesita

Vivía su vida encerrado en su palacio, donde a través de los muros veía como el tiempo cambiaba en el exterior. La melodía del viento entre las copas de los árboles adornaba las tardes de melancolía blanquecina en la que notaba que algo le faltaba para ser feliz.

No recordaba cuanto tiempo llevaba metido entre aquellos fríos muros, cuanto tiempo hacía que no escuchaba el eco de alguna voz humana, cuanto tiempo hacía que no amaba.
Solo recuerda el porqué decidió cerrar las puertas de su hogar, y con ellas las de su corazón a todo ser extraño que pudiera hacerle daño. 

Muchos años atrás, cuando era niño salía a andar por las praderas de los al rededores. Los pompones de los calcetines trotaban al mismo ritmo que los dientes de león corrían anunciando la llegada de la primavera. En lo más alto de una de las colinas cercana, había una pequeña casa que siempre le llamó la atención. Todos los días a eso de la siete de la tarde su chimenea desprendia un humo grisaceo que  parecía cubrir el cielo con un manto.  La divisaba desde abajo de la pradera, rodeado de girasoles y amapolas azules. Tanto era su deseo de emprender un viaje hacia lo alto, qu le pidió a su padre poder ir a investigarla como regalo de su décimo cumpleaños. 

Receloso de que pudieran atacar a su pequeño, el hombre sabio y mayor decidió que lo acompañaría aquel día. El doce de abril, a eso de las cuatro de la tarde, trás comer la tarta que la madre de Jack había preparado, ambos emprendieron un viaje de  unos cien pasos hasta la casita de paredes moradas.
La verja estaba entreabierta, y se podía divisar a una pequeña niña sentada en los brazos de su abuela jugando con unas rosas. 
Al verla, sus ojos se iluminaron, entre el pelo azabache y los ojos de carbón, el niño encontró la oscuridad más iluminadora que vería en su vida. 
Con excusas por adelantado, el padre pidió permiso a la abuela de la pequeña para que ellos pudieran jugar juntos. 
A patir de ahí, hasta el solsticio de final de verano, todos los días Jack escalaba la colina para ver a su pequeña de rosas cortadas. Un triste día, Madeline lloraba amargamente.
- "Mi abuela ha enfermado, y debemos irnos a la ciudad para que puedan curarla. No sé si podré volver"- Le explicó al amor de su infancia entre llantos. Con la inocencia del primer amor, le entregó la rosa que llevaba en la mano como símbolo infinito. - Siémbrala y cuidala todos los días, mientras ella siga viva, yo te seguiré queriendo.- Jack,  se despidió de ella por última vez, dándole un suave beso en la mejilla y llevando su rosa consigo.

Su madre siempre decía que las cosas deben cuidarse bien para no romperlas, que la ropa debe estar doblada correctamente, y los juguetes metidos en el baúl. Que de esa manera nadie podrá estropearlos. Así fue que abrió el cajón de su mesita de noche y guardo su linda y roja flor, para que durase toda la eternidad.
A la semana siguiente, la madre mientras limpiaba se encontró la rosa calzinada entre cenizas. "Ha dejado de quererme, nunca volverá" pensó Jack. 

No se dió cuenta que el verdadero error fue suyo, que la rosa, al igual que el amor puro, debe ser libre y ha de cuidarse en su entorno vital; si la encierras para guardarla junto a ti, acabará marchitándose y muriendo en tus brazos.

Ahora él es el que se encerro en aquel cajón  junto a la rosa, y se evadió tanto del mundo que no se dió cuenta que la casa de Madeleine volvía a echar humo a través de su pequeña chimenea.